domingo, 1 de febrero de 2009

PARTE II, CUENTO DE NUESTRO PROFE.EDUARDO OWEN PARTE II

ORINANDO CONTRA EL VIENTO - PARTE II

Mi padre, el madrugador empedernido, nos despertó a las cinco y media de la mañana el día siguiente. Todavía estaba oscuro y el frío congelaba hasta a los pensamientos. Mi padre tenía, como parte de su instrumental de cateo, un viejo reloj de velador a cuerda de un tamaño relativamente pequeño, también hecho en Alemania, como la lupa, que, además, venía en su propio estuche de cuero. Este visualmente insignificante instrumento, tenía una alarma tan ruidosa que, habíamos sabido por terceras personas, más de una vez hubo reclamos « serios » de vecinos, cuando mi padre se alojaba en hoteles donde las paredes eran « casi de papel ». Su reloj, más el hecho de que mi padre roncaba con la estridencia de diez locomotoras juntas, lo habían puesto en la « lista negra » en más de un hotel, ésto decían algunas « malas lenguas ». Había hoteles en Tocopilla, Calama y Antofagasta donde, cuando mi padre llegaba en busca de una habitación para pasar la noche, no le negaban el acceso, pero, entre broma y broma, sus amigos, los dueños, le sujerían que se fuera a otro hotel o a dormir a la playa...

En este, el segundo día de cateo, nos salimos del camino y comenzamos a hacer nuestro propio sendero con el jeep, rumbo a la cordillera, en dirección al Volcán Llullaillaco, cuya fumarola podíamos ver de lejos. Yo, con mi mentalidad fantasiosa debido al hecho de que leía mucho y era muy impresionable, pensaba seriamente que en cualquier momento ibamos a tener una erupción masiva del volcán, como había leído que pasara con otros volcanes, como el Vesubio. Como hablabamos poco mientras se manejaba, yo tenía montones de tiempo para echar a galopar mi imaginación y, con mucha preocupación y miedo, en mi mente, nos veía atrapados por la lava caliente, con fuerte olor a azúfre que iba a salir del volcán cuando comenzara la erupción. Pensaba que los tres ibamos a terminar como esos seres humanos convertidos en « estatuas de lava », como lo había leído y visto en un libro.

Todo el día estuvimos cateando. Cinco o seis veces se volvió a repetir el rito cateador que describiera antes. Cinco o seis veces, mi padre terminó con cara de decepción. No lograba encontrar nada que fuera extraordinario en cuanto a contenido y cantidad. Mi hermano seguía vistiendo su careta de rostro ausente. Yo seguía sumamente excitado por cualquiera tontería. A mí todo me causaba alegría. Nada había cambiado el segundo día.

Aproximadamente a las cuatro de la tarde, cuando la brisa fría, super fría, de la cordillera comenzó a soplar, mi padre decidió terminar el día de cateo y buscar un lugar adecuado para acampar. No habíamos traido la carpa, pues ésta era muy grande y no cabía en el jeep junto a todas las otras cosas que teníamos que andar trayendo. Por lo tanto, esta vez ibamos a pasar la noche « con el cielo y las estrellas como techo », según dijera mi papá sonriendo. « Esto, para que te hagas hombre », agregó con una sonora carcajada. « No le vayas a decir a tu madre, porque me mata,
ella cree que trajimos la carpa...Se muere, si sabe que su niñito regalón va a dormir con la cara al aire... », concluyó.

Ese atardecer, casi noche, comimos fideos. Era tanto el frío, que si uno no se apuraba en comer, los fideos quedaban muy pronto transformados en frías y duras cintas de harina que había que comérselas como flacas y largas galletas. El postre fue un jarro de café con un poco de pisco, para mí, y para mi padre y mi hermano, un jarro de pisco con un poco de café (así me lo que me decía mi olfato).

La comida, así la llamaremos, fue seguida por una breve conversación alrededor de la fogata que habíamos preparado con trozos de durmientes de ferrocarril que trajeramos, mayormente acerca de temas mineros, durante la cual mi hermano y yo, por diferentes razones, nos hicimos responsables de los monosílabos (i.e. si, no, claro, también), mientras John Bull, nuestro padre, un poco animado por el pisco con café, no paraba de contarnos acerca de las cantidades enormes de cobre, oro y plata que, él estaba seguro, un día iba a encontrar por estos cerros. Todo ésto, además del fierro que, según él, practicamente ya nos estaba mirando la cara un poco más arriba en la quebrada donde habíamos acampado. Pasaron un par de cuartos de horas, y el efecto del pisco se trasladó de la lengua al cerebro de mi padre y, repentinamente, dejando una frase inconclusa, se quedó dormido sentado junto al fuego. A John, mi hermano, y a mí ya se nos había cerrado un ojo, ya estabamos medio dormidos.

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