domingo, 1 de febrero de 2009

UN NUEVO CUENTO, APORTE DE NUESTRO PROFE. EDUARDO OWEN DESDE SYDNEY

ORINANDO CONTRA EL VIENTO - PARTE I

Orinando Contra el Viento
Esta vez yo estaba de vacaciones de invierno. Mi padre soñaba con encontrar unos yacimientos muy ricos de cobre y fierro que, según sus baquianos amigos, sus informantes, se encontraban cerca de la Cordillera de los Andes, yendo hacia el volcán Llullaillaco, hacia la frontera con Argentina.

Salimos una mañana muy temprano desde Tocopilla, vía Antofagasta, mi padre mi hermano mayor, John, y yo. Como siempre, nuestro fiel jeep Willys era nuestras « ruedas », después de todo, tenía doble tracción y nos iba a poder llevar por las quebradas y cerros sin camino. Además, como era cubierto, su interior era muy abrigado.

Viajamos toda la mañana, deteniéndonos ocasionalmente cuando mi padre, con su ojo de águila minera, detectava en algún cerro un color « prometedor ». El tenía su rito cateador que era una fotocopia de lo que había hecho cien veces antes : tomaba su pico cateador, su lupa de minero (no era cualquiera lupa, como verán más adelante), un saquillo individual especial que mi madre había confeccionado con tela de sacos de harina en desuso, para poner las muestras, y un botellón de agua para lavarlas, si era necesario. Según mi padre me explicara, al lavar una muestra
« él tenía mejor acceso visual a lo que ésta contenía »... A veces, en casos de extrema emergencia, un pequeño escupitajo seguido de un poco de fricción con la manga, bastaba, o, como lo hacían « los verdaderos mineros », usar un poco de orina era aún mejor. Además, como era un hombre muy organizado, tenía un librillo de tapas negras donde anotaba los detalles del cateo. Cada saquillo tenía un número diferente, para identificar las distintas muestras.

Mi hermano, que estaba por llegar a la veintena, mostraba una actitud pasiva, más bien ausente, durante todo el proceso. Pienso ahora que a esas alturas de su vida, su mente (y tal vez también su corazón) estaba muy lejos de allí, en algún hogar tocopillano donde tenían una hija buenamoza, pensando en lo que mi madre despectivamente llamaba, « unas polleras ». Yo, por el contrario, no cabía en mi mismo de felicidad, para mí cada insignificancia del proceso, era digna de admirar. Más que nada, me gustaba mucho cuando mi padre, extraoficialmente me nombraba su « ayudante » y me daba un sinnúmero de responsabilidades, como, por ejemplo, acarrear el saquillo para las muestras y el pico cateador. En cuanto a la lupa, ésa, mi padre no se la entregaba a nadie, siempre la tenía en un bolsillo de su chaqueta. Era, según él, « un hueso santo » pues se la había regalado un geológo norteamericano y había sido fabricada en Alemania por los mismos alemanes que fabricaban las cámaras fotográficas « Leica », « de fama mundial », como decía mi padre, a lo que yo agregaba en mi mente (sin atreverme a decírselo abiertamente), « para los que saben de máquinas fotográficas será ‘de fama mundial’, porque, lo que es yo, nunca había escuchado esa marca ».

Hablando de llevar la lupa en su chaqueta, mi padre era un hombre extraordinario, nunca lo ví sin corbata. Hasta cuando ibamos a sumerjirnos en el polvo de la pampa hasta las orejas, mi padre vestía su camisa blanca, su corbata y su chaqueta. Esta costumbre, según mi madre, provenía del hecho de que mi padre siempre fue un « dandy », siempre se vistió muy bien y a la última moda. Era uno de los pocos hombres jóvenes que se aventuraba por las calles con corbata de humita y sombrero panameño, contaba ella con orgullo y admiración mi madre.

Después de varias paradas cateadoras, un poco después de las cuatro de la tarde, cuando el viento frío de la Cordillera de los Andes « anestesiaba las orejas » (como pensaba yo), llegamos a una estación del ferrocarril que iba de Antofagasta a Argentina, cuyo nombre no recuerdo. Allí, almorzamos, tomamos once y comimos, todos en uno. Allí también dormimos en unas colchonetas rellenas de paja que el jefe de la estación nos facilitó, que más que paja eran polvo. Antes de organizar nuestros lechos, a mi hermano se le ocurrió sacudir las colchonetas. No pensando que tendrían tanto polvo, lo hicimos dentro del lugar donde ibamos a dormir que era como una pequeña sala de asambleas. De más está contar que, después de la enérgica sacudida, los tres quedamos cubiertos de polvo de pie a cabeza y, ahora pienso, hasta corrimos el riesgo de pescarnos una silicósis aguda pues estoy seguro que nuestros pulmones también terminaron bien « empolvados ».

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